Sí, hoy extraño hasta lo que me hacía daño. Y me sentía bien, últimamente sentía que había hallado el punto de peso medio que equilibraba mi vida. Ni las tristezas superaban las alegrías, ni las alegrías a las tristezas. Me limitaba a sonreír; todo era tan exacto, ¿y cuáles eran los límites de mi exactitud? Ni siquiera me importaban, sentía que por fin ascendía a la superficie, superficie que tanto había ansiado conocer. Mi vulnerabilidad había quedado atrás y ya no había obstáculos. Sentía la libertad a flor de piel, ganas de ser, de hacer y construír. Evitaba los cientos de recuerdos que habían interceptado la lucha, por tener la simple certeza de saber que volverían, tarde o temprano, volverían. Porque los momentos pasan, pero los recuerdos quedan. Y al anhelarlos alimentamos las ganas de rebobinar el tiempo, y volver a vivirlos, y volver a sentirlos, quizás por el simple deseo de hacerlos eternos. Y nos volvemos ciegos, ciegos por creer que puede llegar a ser posible cumplir dicho deseo, y esto termina perjudicándonos. Yo opto por borrar la palabra ‘eterno’ de mi diccionario. Después de todo, no conozco nada en el mundo que sea apropiado para recibir esa cualidad.
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