Extraño la fantasía de los cuentos de antes, incluso cuando la realidad sólo resulta tolerable. Cambié la chocolatada por el café, las tardes por las madrugadas, las tablas de multiplicar por los asientos contables. Extrañar únicamente a mi mascota, reír sin tener motivos. Que nada tenga sentido pero sí una razón de ser. ¿Cómo pensar en el mañana, añorando tanto el ayer?
(yo recurriendo a metáforas mmmmm qué raro…)
Tengo un libro. Un libro tiene páginas. Las mismas tienen palabras, las palabras, letras. Una palabra antecede a otra, y también hay una que la precede a aquella. Y siempre, desde la página que se mire va a ser así, exceptuando dos momentos: el principio y el fin. Pero esto no es lo importante. Comencé a leer el libro, y me sitúo en la mitad. En una página que divide dos partes iguales. Mi comprensión textual se detuvo, lo que no quiere decir que haya dejado de funcionar. ¿A quién no le pasó que en mitad de alguna historia tuvo la necesidad de frenar? De detenerse a imaginar una posible continuación, de analizar algún conflicto acontecido en la página anterior. Para reunir premisas, para encontrar soluciones y aclarar ideas. Quien nunca lo hizo quizás leyó, pero no comprendió. Lo importante de las historias es que uno puede meterse en ellas. Como protagonista, como actor secundario, de la forma que sea. Podría considerarse un ingrediente vital para su comprensión.
En fin, me detuve. Me detuve porque no sé si el final es el que espero, y eso me inquieta. ¿Ansiedad? Me detuve quizás por razones inexplícitas. Porque tal vez quiera leer la página veinte toda una eternidad, por resultarme la cincuenta perfectamente intolerable. Son esos momentos en los que uno no decide, se la pasa sorteando páginas en un azar imperfecto, creyendo que cualquiera ya leída o aquella que aún no se leyó, puede llegar a ser una mejor opción.
(9-7)
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