En mi opinión, las experiencias demuestran que en los momentos en los que entran en juego los sentimientos, es cuando tomamos las mejores y las peores decisiones. Lo racional casi ni interesa, y termina marcando la diferencia. Es tan absurdo.
Siempre que mi cabeza encuentra la solución, ya es demasiado tarde, porque lo que siento se inmovilizó, se intensificó o se atrofió. Hay veces que no lo entiendo. En realidad, nunca lo hago. No lo siento real.
Cada mañana me levanto y rearmo mi cabeza. Me intento auto convencer de que ‘así tiene que ser’. ¿Pero de qué sirve? ¿De qué sirve cuando uno siente todo lo contrario? Yo veo mi felicidad en otra dirección, si está bien, si está mal, eso no lo puedo cambiar. Reniego con cada cosa que me muestre que esa realidad no es digna, simplemente porque es la realidad que elegí. ¿Por qué tengo que adaptarme a esto? ¿Y por qué tengo que encontrar razones para quererlo así? ¿Por qué todo desemboca en un largo y constante olvido obligatorio? De personas, de momentos, de palabras. Es así, siempre es así. Como si fuera la tarea más fácil del mundo. Como si pudiéramos lograrlo en un segundo. No conozco la receta, no sé cómo se acelera el proceso y no tengo la más mínima gana de olvidar lo que en algún momento me alborotó los cinco sentidos. Pero hay momentos, en el que deja de ser simplemente una opción para pasar a ser una salida.
(Ojalá te escriban de esta y de muchas formas. Ojalá te sobre lo que a mí tanto me falta. Ojalá no tengas que contener tanto las ganas de gritar. Ojalá sigas siendo prioridad. Ojalá no tengas la obligación de alejarte de lo que te hace sonreír. Ojalá.)
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