Me daba las respuestas más inesperadas. Era el asombro, la sorpresa. Era el aporte a mis infinitas (y no tan infinitas) ganas de vivir. Era la risa, la alegría. Era mi búsqueda y mi objetivo. Mi elección ante cualquier alternativa, mi compañía. Era mi principio y mi fin, llegaba hasta mis más profundos extremos. Era un profundo cambio de vida, era la causa de cualquier alegría. Era el montón de ilusiones que se llevan guardadas desde que se nace. Era uno y cada uno de los textos que escribía, las canciones que bailaba. Era mi pensamiento, mi singular depósito de confianza. Y a pesar de ser todo, me hacía mal. Era relativamente dañino para mi organismo, también era contraproducente, pero yo lo quería. ¿Y hace falta dar más razones? Cuando uno quiere a alguien muchas veces no mide. Él me hacia mal, pero, a su vez, todo lo que me había hecho sentir no tenía comparación. Los sentimientos tapan los defectos y errores de las personas cientos de veces, y yo me volví ciega. Lo quería de día, de noche, lo quería en mis momentos tristes y en los felices. Lo quería por sobre todo, lo quería más que a mí misma. Podía pecar de masoquista y contemplar su inmensa felicidad, a la cual yo no pertenecía, y aún así, sentirme ‘feliz’. Sea amor, sea obsesión, o lo que sea, era inevitable. Y no elegí quererlo, pero de todas formas, gran culpa tengo y lo reconozco; dejé que llegara a ser mi vida, sin pensar que se iría tan pronto.
9 nov 2007
en tiempo y forma.
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